La cara, dicen, es el espejo del alma. Y sin embargo conversamos mirándonos directamente a los ojos. Pensamos que las miradas “transmiten” y continuamente intentamos interpretarlas para captar en ellas la esencia espiritual del prójimo. Vivimos fascinados por las miradas ajenas.
Pero un globo ocular, desde el punto de vista expresivo, no significa nada. La única acción visible de la que es capaz —la contracción y dilatación de la pupila—, aunque aporta cierta información muy elemental, nos habla bien poco del ánimo de su dueño o dueña. Pero entonces, ¿qué es eso a lo que llamamos una “mirada soñadora” o “una mirada triste”? ¿Dónde quedan las “miradas que matan” o “las miradas que enamoran”? ¿Dónde está la poesía? En realidad la poesía está en el rostro. Cuando miramos a alguien a los ojos sus ojos no nos están diciendo nada pero la compleja musculatura facial que los rodea sí. La posición de los párpados y de las cejas; la tensión en la frente, las sienes o en los lados de la cara; la posición de la boca e incluso de las aletas de la nariz… eso es lo que estamos leyendo cuando creemos interpretar una mirada. Vemos todos esos movimientos musculares y captamos su significado sin darnos cuenta, absortos como estamos en los inertes globos oculares de nuestro interlocutor. Y decimos: “tiene una alegre mirada”. Pero no, su mirada no es alegre, ni alegre ni ninguna otra cosa. Los ojos de los seres humanos, como los de los pescados en el cajón del mercado, son órganos inexpresivos y adustos. Tan perfectamente funcionales que, como una cámara fotográfica, necesitan permanecer serenos e imperturbables con una estructura lo más inmóvil e intacta —y por lo tanto fría— posible.
El ilusionismo del retrato
Esta es una verdad básica que un pintor debe comprender si aspira al mayor de los logros pictóricos concebibles: el captar un jirón del alma humana en sus cuadros. No se puede pincelar la emoción de una mirada porque la emoción de una mirada es una mera ilusión. El retratista, para capturar esa ilusión, debe aprehender sus mecanismos, que no residen en el ojo. La expresividad de una mirada es un truco y la pintura es ilusionismo. Diego Velázquez es uno de los más grandes retratistas de todos los tiempos; si acaso el mejor. La penetrante mirada de sus retratados, que parece emerger del lienzo, ha impresionado a generaciones de amantes del arte durante siglos. Sus retratos poseen alma o falsean los rastros del alma, que a los efectos lo mismo es. Pero, ¿cómo lo consigue?
Lo primero que hace Velázquez con nosotros, con los observadores de los retratos que pintó, es centrar nuestra propia vista en los ojos del individuo retratado tal y como haríamos en nuestra vida cotidiana cuando empezamos a conversar con alguien. Por muy fastuoso y espléndido que pueda resultar el resto del cuadro, son esas dos pequeñas esferas oculares las que Velázquez hace destacar por encima de todo. Iris y pupila son remarcados intensamente sobre el lienzo, con feroz definición y un propósito flagrante de atraer la atención del contemplador. Es entonces, al mirar al retratado a los ojos, cuando creemos captar su interior. Los ojos destacan tanto en el retrato que necesariamente —o eso creemos— la verdad del personaje ha de residir en ellos. Fijémonos en el Retrato de joven (un autorretrato temprano del pintor sevillano): son los ojos los que pretenden protagonizar el lienzo.
Pero tal y como sucede en la experiencia real, la pintura nos sugestiona y nos engaña: los ojos nos capturan, pero la esencia del personaje nos la transmiten sus apenas perceptibles gestos faciales. En el caso del citado Retrato de joven, la tirantez muscular en sus sienes y pómulos, la tensión en sus mejillas o el rictus ligeramente forzado de la boca, son las que verdaderamente nos hablan; no sus ojos. Casi podemos sentir su ligera incomodidad, el tímido intento de aparentar un señorío que la edad aún no le ha conferido. Es en este despliegue de sutilezas anatómicas faciales donde se asienta el ilusionismo del retrato.
La facilidad de Velázquez para revestir al personaje de sensaciones tan complejas como la dignidad o la severidad también es producto de su cuidadosa observación de la musculatura del rostro. El sufrido pundonor que se desprende del retrato del esclavo mestizo Juan de Pareja —uno de sus ayudantes en el taller de pintura— nace de la objetante elevación desigual de sus cejas, la resignada horizontalidad de sus labios o la cansada caída de sus párpados. En otro de sus más célebres retratos, el del Papa Inocencio X, Velázquez también usa la desigualdad de las cejas para que el personaje transmita cierta actitud de reproche, en este caso unida a diversos signos de autoridad: el ceño fruncido y la boca apretada como queriendo contener una reprimenda o una orden. Un elemento común —las cejas— sirven en ambos cuadros para revestir al personaje de un aire crítico, pero nacido de dos circunstancias muy diferentes: la dignidad moral del esclavo en Juan de Pareja y la majestad intrínseca del poder personificado en Inocencio X.
Ambos cuadros ilustran las dos vertientes del retrato de Velázquez: el personaje poderoso que le hace un encargo y paga sus facturas y el individuo caído en desgracia que despierta su interés humano y su curiosidad artística. Al igual que hizo con Juan de Pareja, el pintor se esforzó por simpatizar con la condición del bufón Sebastián de Morra usando técnicas similares a la hora de componer la expresión de su rostro, elevándole de su triste condición y mostrándonos el lastre de sufrimiento que el bufón arrastra consigo. Y no sólo el rostro, sino también las manos formaban parte del repertorio de gestos corporales que Velázquez empleaba con tanto virtuosismo: las manos de don Sebastián descansan en tensa actitud de autoafirmación. La seriedad abrumadora de Sebastián de Morra contrasta con la desoladora inocencia del bufón cortesano Juan Martín, “Calabacillas”, cuya bizquera y descompuesta sonrisa tienen por objeto componer una imagen de completo desamparo. El cuadro era en realidad un encargo de Felipe IV, pero como de costumbre Velázquez no pudo evitar simpatizar con el más débil e intenta nuevamente provocar nuestra piadosa simpatía hacia el retratado, mostrándole con las manos entrelazadas en un gesto de nerviosismo y preocupación.
Velázquez, retratista del siglo XXI
La querencia de Velázquez por la veracidad y su rico aunque abrupto realismo psicológico le diferenciaron de otros retratistas de su tiempo, más apreciados por los gustos burgueses de la época. Las escuelas pictóricas del norte de Europa, por ejemplo, respondían a este gusto burgués y sus retratos eran un embellecimiento e idealización del personaje pintado. A fin de cuentas, quienes encargaban los cuadros pagaban por ver una versión mejorada de sí mismos.
El propio Rembrandt era un buen ejemplo de ello: sus retratos son similares a los que produciría hoy una sesión fotográfica profesional. Poses estilizadas, expresiones amables que variaban según lo requerido por el personaje pero que solían carecer de gravedad y optaban por un contexto sereno. Pero si Velázquez confería algo a sus cuadros, era precisamente gravedad. Eso le alejaba de las preferencias burguesas convencionales, pero atraía la atención de personajes dotados de una autoridad patriarcal más propia del sur de Europa. De hecho, el propio Papa Inocencio X le encargó un retrato y aunque cuentan que al verlo terminado exclamó que era “demasiado real”, quedó satisfecho con el resultado y de hecho recompensó al pintor con varios obsequios. La satisfacción del Papa provenía no sólo de la suntuosidad del cuadro, sino de la habilidad con que Velázquez le dotó de un aura autoritaria y severa que como siempre era producto de una cuidada arquitectura de la expresión y un esmerado cuidado de los rasgos faciales. El verismo caracterológico que tanto chocaba en su época y que está ciertamente relacionado con el florecer del realismo psicológico que también podemos observar en Cervantes, dan a la pintura del sevillano un carácter inesperadamente moderno. De hecho, sus cuadros han despertado gran fascinación en otros artistas: Pablo Picasso pintó alguna espectacular versión cubista de Las meninas, sin ir más lejos, y también es harto conocida la fijación de Salvador Dalí por esa misma pintura, sobre la que también hizo alguna variación, además de realizar estudios sobre algunos otros trabajos velazquianos, incluyendo el Retrato del bufón don Sebastián de Morra. Más llamativa aún resulta la obsesión del pintor anglo-irlandés Francis Bacon por el retrato de Inocencio X, del que llegó a pintar más de cuarenta versiones distintas. Los cuadros de Velázquez que han generado versiones son muchos: otro de los más influyentes es su célebre desnudo, La Venus del espejo, motivo de numerosísimos homenajes y estudios posteriores.
Obviamente, la fijación de estos y otros pintores por Diego Velázquez no puede explicarse limitándonos exclusivamente a las claves psicológicas de su retrato, claves que son objeto del presente artículo, sino de todo su repertorio de virtudes técnicas y estéticas. Pero el retrato es casi omnipresente en la obra de Velázquez y muchos de los estudios, variaciones, adaptaciones e incluso perversiones que otros artistas han hecho de sus lienzos son en realidad retratos de otro retrato, en los que a veces se respeta su veracidad psicológica aunque muchas otras veces no. Esa veracidad no deja de ser el motivo principal, el que hace que se haya rescatado tan frecuentemente a Velázquez y el que hace su obra más modernizable que la de Rembrandt o Rubens. Hoy en día, Velázquez podría optar —además de a la gloria pictórica— a un premio Pullitzer: su objetividad, su composición y su preocupación por el trasfondo humano de sus cuadros (o lo que hoy llamaríamos una preocupación por la correcta labor documental, o sencillamente por el mensaje, de sus imágenes) son más propias de un periodista que de un mero compositor de efectos visuales.
Si no, ¿qué es el Vieja friendo huevos sino una recapitulación sociológica de un mero bodegón? En dicho cuadro, pintado a sus escasos diecinueve años, el tema del bodegón —en cuanto tema estético y en cuanto al peso técnico en el cuadro— tiene prácticamente tanto peso como el retrato en sí, pero no es esta impresión la que asalta al espectador. Como cuando Velázquez nos obliga a mirar a los ojos de sus retratados, aquí hace que no podamos evitar ver primera y exclusivamente la condición humana del lienzo. Así lo percibió también Francisco Pacheco, maestro —y suegro de Velázquez— que describió la obra con mirada certera:
«¿Pues qué? ¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí, si son pintados como mi yerno los pinta, alzándose con esa parte sin dexar lugar a otro, y merecen estimación grandísima; pues con estos principios y los retratos, de que hablaremos luego, halló la verdadera imitación del natural alentando los ánimos de muchos con su poderoso exemplo. (….) Cuando las figuras tienen valentía, debuxo y colorido, y parecen vivas, y son iguales a las demás cosas del natural que se juntan en estas pinturas, que habemos dicho, traen sumo honor al artífice»
Dicho de otro modo: es la finura y naturalidad del retrato lo que eleva Vieja friendo huevos desde su condición formal de bodegón —escasamente apreciada, como el propio Pacheco admite— hasta la condición de obra “de estimación grandísima”. Hoy diríamos que es su propósito documental, su interés sociológico, esa “valentía” de que habla Pacheco, lo que añade valores añadidos a los ya propios de sus méritos pictóricos. Tanto o más impactante es El aguador de Sevilla, de la misma época, en que de nuevo el bodegón es elevado por sobre su pobre condición hasta la categoría de digno retrato, y de retrato naturalista además. Velázquez solía usar modelos que podríamos calificar perfecta y atinadamente como vulgares: el cierto feísmo que algunos, especialmente por entonces, podrían objetar a sus modelos se desprende de esta preferencia por pintar al pueblo llano y no era sino producto de un interés psicológico sincero. El contraste entre el naturalismo sociológico de Velázquez y el afectado esteticismo pictórico imperante en su tiempo es representado por el propio pintor en El triunfo de Baco, donde alguna figura de clásica belleza comparte lienzo con los típicos rostros castigados e irregulares del populacho que tanto le gustaba retratar. No en vano el cuadro es conocido popularmente como Los borrachos —es más, hay gente que no conoce su verdadero título— y no resulta extraño, pues aquí, como en algunas películas, los feos pero carismáticos actores secundarios atraen más las miradas que los nobles pero anodinos rasgos del mitológico actor principal. Hacia la época en que pintó El triunfo de Baco, la habilidad velazquiana para aprehender el quid de las características faciales y de la actitud corporal había alcanzado ya la cumbre: la mirada sólo parece significar algo porque el pintor ha sabido capturar todo aquello que la rodea. Una mirada, sin el genio del pintor para la armonía del detalle, no significa nada, como unos ojos no significan nada sin un rostro.